Una sociedad rota y enferma

El caso de los niños de Newell’s que se sacaron una foto con el jugador de Central Ignacio Malcorra trascendió las fronteras del fútbol.

La sanción sin jugar en sus equipos y la quita de becas a esos chicos; la explicación inconcebible de los responsables deportivo e institucional; la posterior e increíble desmentida del presidente Ignacio Astore; y la genuflexa opinión de ciertos periodistas, formatearon un caso testigo que desnuda las miserias e interpela los valores de la sociedad.

Los cambios culturales que necesita el país se ven reflejados con nitidez en la cotidianidad. La radicalización no es un patrimonio del fútbol, es transversal a cada aspecto de la vida diaria.

En este caso la repercusión fue estridente porque el fútbol ofrece un efecto multiplicador. Y porque la torpeza e imbecilidad de los protagonistas fue obscena. Tanto que no resistió el mínimo análisis. Ya que los supuestos formadores y dirigentes hicieron todo lo contrario a lo que el sentido común indicaba. Con la complicidad servil de los mediáticos oficialistas del oficialismo que lejos de detenerse en la barbaridad que hicieron con los chicos, fomentaron la suspicacia en torno a la revelación del hecho luego de un mes y medio. O elogiaron con descaro al presidente del club por la desmentida. ¿Los chicos? Bien gracias.

Esto no es más que el modus operandi de los diferentes sectores de una sociedad rota. Directivos que no conducen, formadores que deforman, sicarios cibernéticos que pululan en redes y medios de comunicación, extremistas que camuflan las crueldades en torno a las grietas, y la destrucción del otro como fin único. En este esquema lo único que contemplan para los chicos y jóvenes es el adoctrinamiento fundamentalista. Pretencioso acto de perversión que trata de anular el pensamiento propio para evitar la autonomía de la razón. Y así automatizar la sensación.

Lo que ocurrió con estos chicos en Newell’s se replica sistemáticamente en otros ámbitos escolares, laborales, recreativos, políticos, artísticos, deportivos y religiosos.

El problema no es un club, una escuela, una empresa, un templo o un determinado organismo público. La esencia de esta enfermedad social está en nosotros como conjunto. Una patología que nos deja vulnerables. Y que exhibe lo más inadmisible: la incapacidad para construir una realidad donde los chicos puedan crecer sin contaminarse con la idiotez de los adultos.

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