La culpa es de Milei. No, es de Massa. Y de Alberto Fernández. En realidad la culpa es de Macri. No, es toda de Cristina. El Kirchnerismo es el responsable. No se olviden de De la Rúa. Ni de Duhalde. Esto comenzó con Menem. No. Arrancó antes con Alfonsin. 40 años de democracia para esto. No. Esto empezó con la dictadura. En la que estuvieron políticos. Y empresarios. Como así sindicalistas.
“Como decían en el golpe de Estado, somos todos responsables”. Todos no. Hay muchos culpables. En su mayoría conocidos.
“Lo que falla es la democracia. Falla el sistema”. Tampoco. Fallan los que hacen al sistema. Las personas.
Quien haya nacido en la década del 60, como quien esto escribe, transcurrió su vida desde la adolescencia hasta ahora acompañado por una hipocresía política que hicieron de la pobreza una proclama electoral. Para después acrecentar el drama estructural.
Pobreza a la que siguieron usando con total impunidad para despojarse de culpas. Y rapiñar algún apoyo tratando de sacar provecho de esa memoria escasa que tiene la sociedad. Que sufrió recaídas cíclicas a la hora de elegir. Volviendo al viejo amor por un nuevo desengaño.
Y es ahí donde anida la especulación de regresar de aquellos que multiplicaron pobres cuando gobernaron, aunque haya un amplio sector de votantes que ya le demostró que jamás volverán a ser una opción electoral.

Porque fueron, y siguen siendo, parte del deleznable resultado que refleja la realidad: más de medio país no tiene sus necesidades básicas satisfechas. Sí. La pobreza alcanzó el 52,9 por ciento. Y todavía los hacedores de esta tragedia tienen la necedad de hacer diagnósticos y proponer soluciones.
Ver de nuevo a los empobrecedores seriales de más de la mitad de los argentinos es un menú difícil de digerir. Y todo un reto para el sentido común.
Hablan de pobres como si fueran números y no personas. Ni siquiera imaginan lo que es ser pobre. Porque nunca serán pobres ya que gracias a empobrecer se hicieron de un bienestar como funcionarios, legisladores o dirigentes. No todos, pero suficientes para ganarse el descrédito.
Justo el 26 de septiembre, cuando se conoció el índice de pobreza, un hombre de unos 45 años de edad, con apariencia de muchos más por el rigor diario de tirar de un carro con cartones, celebró como si hubiera ganado la quiniela cuando le dieron un bolso de viaje repleto de ropa y calzados usados, pero sanos. Paradójicamente de nombre Próspero, el señor mientras revisaba el contenido del bolso contó el periplo cotidiano por el centro rosarino. Al tiempo que seleccionaba la vestimenta recibida en función de su esposa y cuatro hijos.
Y en esa charla hizo una reflexión ejemplar: “Cuando escucho a los políticos y periodistas que hablan de pobreza no sabés cómo me gustaría que vengan a mi barrio a vivir un mes como vivimos nosotros. A dormir amontonados entre chapas, comer salteado, sin saber si tendremos plata al otro día para comprar pan y polenta o fideos, sin gas, ni cloacas, y buscando agua en el pico de la esquina. Sufriendo frío en invierno y rogando no enfermarnos porque a los remedios si no te lo dan en el hospital olvidate de comprarlos. Hablan de pobreza sin saber qué es. Imaginarla es una cosa, vivirla es otra”.
Próspero se despidió con su dignidad como único capital y se perdió en el anochecer por calle Rioja, teniendo a los contenedores de basura como estaciones obligadas de supervivencia.
En paralelo se escuchaba desde un balcón el sonido de un noticiero de la televisión, esos en los que los políticos siguen hablando de pobreza, como si no hubieran gobernado. Como si no siguieran gobernando.
En paralelo, los economistas y analistas repiten recetas y pareceres que bien podrían adaptarse a cualquier año de los últimos 50.
La pobreza es tan real como bochornosa en un país que no es pobre. Pero sí empobrecido.
Por eso es tiempo de otro Nunca Más, pero esta vez para defender los derechos humanos de millones y millones de argentinos que fueron y son sometidos a la pobreza más cruel. Esa que también pone en riesgo a la vida misma.