Cuando el Estado se retira, la salud retrocede

Desde que se aprobaron las facultades delegadas al Poder Ejecutivo a través de la llamada Ley Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos, el Gobierno nacional ha avanzado en una ofensiva sostenida sobre la estructura estatal con una lógica clara: menos Estado, más mercado. Lo dijeron y lo están haciendo. Si durante la campaña muchos pensamos que eran bravuconadas, hoy las decisiones confirman el rumbo: ajuste, privatización y abandono de responsabilidades históricas del Estado nacional.

Bajo ese prisma, la salud pública no se valora como inversión, sino como gasto. Y lo que estamos viviendo no es descentralización: es abandono.
Se suprimen organismos descentralizados, se desjerarquizan institutos históricos, se transfieren hospitales nacionales a las provincias sin financiamiento garantizado. ¿El resultado? Menos capacidad técnica, menos investigación, menos autonomía. Y más presión sobre provincias y municipios, que deben resolver los mismos problemas con menos recursos.

Esto no es nuevo. Ya lo vimos con la Revolución Libertadora del ’55,  durante la dictadura de Onganía y  en los años ’90, con el ajuste neoliberal: se descentralizaron hospitales sin transferir poder político ni presupuesto. El resultado fue devastador. Hoy se repite la fórmula: se transfieren hospitales nacionales a las provincias, se debilitan institutos clave como el Instituto Nacional del Cáncer o el de Enfermedades Tropicales, y se promueve una lógica de mercado que pone a competir hospitales entre sí, como si fueran empresas en lugar de instituciones que garantizan derechos.

En el discurso oficial, esto se vende como transparencia y modernización. Pero, ¿qué clase de modernización desarma sistemas que funcionaban, que investigaban, que producían conocimiento, medicamentos y respuestas específicas para problemas complejos? ¿Qué clase de descentralización es aquella que sólo transfiere responsabilidades, pero no capacidades ni recursos?

La respuesta es clara: esta no es descentralización, es desconcentración. Es un modo de deslindar al Estado nacional de su responsabilidad histórica, dejando a provincias y municipios frente al “no hay plata”, mientras se obliga a recurrir a la autogestión, la caridad o el auspicio privado. Se precariza la estructura institucional, se pierde autonomía, y se abren las puertas a la comercialización de lo que debería ser un derecho humano: la salud.

La salud pensada desde la lógica del mercado es exactamente eso: un bien que se compra y se vende. Y en ese modelo, quienes no pueden pagar, no acceden o acceden a menos. Ya estamos viendo consecuencias: medicamentos oncológicos escasos, tratamientos de alto costo restringidos, y servicios esenciales que se ven obligados a ser financiados por gobiernos locales sin respaldo nacional.
¿La consecuencia? Un modelo cada vez más parecido al de Estados Unidos: cobertura mínima para quienes no pueden pagar y salud de calidad para quienes sí. Eso no es libertad. Es desigualdad.

Desde el pensamiento sanitario más comprometido con la justicia social, siempre se entendió que descentralizar podía significar acercar decisiones a los territorios, promover participación y responder mejor a las realidades locales. Pero eso requiere acompañamiento político, financiamiento y regulaciones claras. Descentralizar no puede ser sinónimo de abandonar.

¿De qué nos sirve un Estado que se retira de la salud pública, justo cuando el acceso a servicios de calidad debería ser garantizado para todos y todas? Durante la pandemia, con todos los errores que podamos señalar, quedó claro que el Estado salva. No solo en la infraestructura, sino en la logística, en la rectoría, en la capacidad de respuesta nacional. Desarmar eso, como está ocurriendo hoy, es poner en riesgo a millones.

La historia del sistema de salud argentino no empieza hoy. Viene de décadas de luchas, de construcción colectiva, de referentes como Carrillo, como Binner, como tantos equipos que hicieron del sistema público un orgullo, aún con sus falencias. En vez de destruirlo, deberíamos discutir cómo fortalecerlo, integrarlo, financiarlo con justicia, articular la Nación con las provincias y los municipios.

En este contexto, no alcanza con expresar la disconformidad. Hay que actuar, sostener espacios, defender instituciones, preservar lo que aún funciona y pelear por lo que necesita mejoras. La salud es un derecho, no un privilegio. Y cuando el Estado renuncia a garantizarlo, es fundamental pelear por él.

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