Colegios profesionales: el sello de confianza que la sociedad merece (y necesita proteger)

En el complejo entramado de la vida moderna, donde la especialización y el conocimiento técnico son cada vez más cruciales, los ciudadanos necesitamos certezas. Cuando buscamos un profesional, ya sea para nuestra salud, nuestros derechos, la construcción de nuestro hogar o la educación de nuestros hijos, depositamos en él o ella una confianza fundamental. Es aquí donde los colegios profesionales emergen, no como meras organizaciones corporativas, sino como verdaderos pilares que sostienen la calidad, la ética y la responsabilidad en el ejercicio de cada profesión.

Estas instituciones son mucho más que un requisito administrativo. Son el primer escudo protector del ciudadano. ¿Cómo? A través de la matrícula profesional. Este no es solo un número en un carnet; es la garantía visible de que la persona que tenemos delante no solo ostenta un título universitario, sino que ha cumplido con rigurosos estándares para ejercer, se somete a un código de ética estricto y se compromete a una formación continua. Los colegios profesionales velan por esta idoneidad, controlan la conducta de sus matriculados y actúan con firmeza ante posibles malas prácticas. Invierten en la capacitación constante, asegurando que los avances científicos y técnicos lleguen a la práctica diaria, beneficiando directamente a la comunidad. Además, combaten activamente el ejercicio ilegal de las profesiones –ese riesgo latente de caer en manos de quienes ofrecen servicios sin la debida preparación. Por supuesto que también para los propios profesionales los colegios les garantizan una adecuada representación colectiva y estamentaria, ante los poderes públicos o intereses concentrados, identificando los problemas comunes y procurando la representación del conjunto mejorando las posibilidades. En esencia, en este aspecto los colegios fortalecen la independencia profesional, fomentan el ejercicio liberal de las profesiones.

Ahora, imaginemos por un momento un escenario donde estas estructuras de contención se debilitan o desaparecen. ¿Cómo podríamos, como ciudadanos, distinguir con seguridad al profesional competente y ético del que solo aparenta serlo? Como bien sabemos, un guardapolvo no siempre identifica a un médico idóneo, ni un traje elegante garantiza que estemos frente a un abogado solvente. Sin el filtro y la supervisión constante de un colegio profesional, la tarea de encontrar a alguien de confianza se convertiría en una verdadera odisea, plagada de incertidumbres. La ausencia de este control abre la puerta a la improvisación, al abuso y, en última instancia, a un deterioro en la calidad de los servicios que recibimos como sociedad, afectando nuestra seguridad y bienestar.

Es en este contexto de vital importancia que iniciativas como el reciente proyecto de ley no responde a una necesidad de la sociedad, y flaco favor le hace a los profesionales que ejercen digna y éticamente su profesión. Esta propuesta, que propone concentrar en el Ministerio de Capital Humano de la Nación el registro de profesionales y plantea eliminar la obligación del pago de cuotas colegiales –fuente principal de financiamiento para todas las funciones de control y capacitación que mencionamos– y establecer un registro nacional único de profesionales, parece desconocer la labor esencial de los colegios y los riesgos que su debilitamiento implicaría.

Un registro nacional único, gestionado de forma centralizada, difícilmente podría replicar la cercanía, la agilidad y el conocimiento específico que cada colegio tiene sobre su realidad local y sus matriculados. ¿Es realista pensar que un ente nacional pueda supervisar eficazmente la ética y la práctica de todas las profesiones en cada rincón de nuestro vasto país? La experiencia nos enseña que la centralización excesiva suele traducirse en burocracia, en listas desactualizadas y, lo que es más grave, en una menor capacidad de respuesta ante irregularidades, pudiendo incluso facilitar el fraude.

Más allá de estos problemas prácticos, no podemos olvidar que como país federal, la regulación del ejercicio profesional es, por diseño constitucional, una facultad reservada por las provincias. Así lo ha ratificado nuestra Corte Suprema de Justicia en numerosas ocasiones. Intentar sortear esta realidad mediante una invitación a la «adhesión voluntaria» no resuelve la cuestión de fondo sobre la autonomía provincial y la eficacia del sistema. Los colegios profesionales, además, cumplen todas estas funciones sin generar costo alguno para el Estado; por el contrario, le ahorran recursos al asumir responsabilidades de control y al fomentar una mejor calidad de vida para los ciudadanos.

Proteger el sistema de colegiación no es defender un interés sectorial, sino una garantía institucional para toda la sociedad. Es asegurar que, cuando necesitemos un servicio profesional, podamos hacerlo con la tranquilidad de estar frente a alguien capacitado, responsable y comprometido con su labor. Por ello, es imperativo un debate profundo y responsable sobre este tema, que valore la autonomía de nuestras provincias y, sobre todo, que ponga en primer lugar la defensa de los derechos y la seguridad de cada ciudadano.

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